Pablo
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Ese día de su cumpleaños se sintió envejecer por primera vez
en serio, se sintió solterona, se sintió caducar. Todos los sinónimos y
equivalentes los sintió, no se sentía tan segura de que su juventud fuera a
durarle toda la vida, ni que la frescura que había conservado se fuera a quedar
por mucho tiempo más; le pesaban las desveladas y ya no le encantaban las
fiestas.
Pensaba en aquel desgraciado al que le había negado la
palabra, solo cuando la desdicha la llenaba de pies a cabeza; como aquella
semana en la que descubrió que el cabrón con el que salía, solo le quería los
pechos y las nalgas que se armaba todos los días con media hora de Pilates.
Se preguntaba si aquel Pablo se cansaría de quererla un día
y como atraído por el inconsciente colectivo, aquel aparecía aunque fuera en un
mensaje. Ella se salvaba del pecado ignorándolo y guardándose el orgullo que le
daba saberse querida. El pecado no era que la quisieran; el pecado era usar el
az bajo la manga, la reserva de ese tal Pablo, que si bien no le podía dar
todo, siempre hubiera estado dispuesto a dejar todo por ella.
A Pablo lo conoció en un año de turbulencias, y ni aun
estando, se pudo deshacer de la costumbre de salir corriendo tras el hombre que
pareciera ser el amor de su vida; Pablo era buen muchacho, pero no tenía en
definitiva nada de lo que a ella le hubiera gustado en un hombre; para resumir
el rechazo, no le encantaba con todo lo bueno que era.
Fue un año en que Pablo la tuvo intermitente, en que acepto
con resignación que su amiga no se enamoraba de ella, pero en el que se
consolaba sabiendo que tampoco otro hombre se robaba su corazón; se la llevaba
a olvidar las penas, sin que ella olvidara nunca lo mucho que le repelía el
buen Pablo.
Tampoco se crean que ella lo utilizaba, lo añoraba en la
tristeza y a veces hasta creía que si lo quería, pero terminaba siempre por
encontrarse un prospecto que le llenara
más los ojos, las ideas y el corazón.
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